Puesto en términos sencillos, el carácter imperialista de una nación dentro del sistema capitalista, se expresa a través de la propiedad o el control por parte de empresas, corporaciones o holding de una nación, ya privadas o estatales, sobre sectores económicos, ramas de la producción o empresas de otra nación, apalancadas en la supremacía del capital financiero alcanzada y que como resultado de esto se convierte en una semicolonia, toda vez que no controla su propia infraestructura.
Una forma de abordar la historia del capitalismo es recorrer el surgimiento, desarrollo y decadencia de sus naciones imperialistas a través del tiempo; Portugal, Países Bajos, Bélgica y España, más tarde Gran Bretaña, un siglo después Francia y Suiza y ya durante el siglo XIX, Alemania, Italia, Japón y USA.
Cada uno de estos surgimientos tuvo relación con estadios de desarrollo específicos del capitalismo, de la magnitud y poder de cada imperio, de su resiliencia, de la existencia de desafiantes y los consiguientes enfrentamientos pugnando por mercados y materias primas, todo ello bajo el ritmo de la lucha de clases mundial.
La dialéctica que marcó la segunda mitad del siglo XX, con la coexistencia de una enorme potencia imperial y un estado obrero degenerado mantuvo forzosamente controladas las disputas interimperialistas. La crisis sistémica de fines de los 60 y principios de los 70, aceleró la ofensiva imperialista, el gasto armamentista, los acuerdos de USA y China contra la URSS que a su vez galvanizaron en la restauración capitalista en China a principios de los 80 y en la URSS y el Pacto de Varsovia a fines de los 80 y principios de los 90.
Esa situación posibilitó que las multinacionales trasladaran sus operaciones productivas desde las metrópolis a las naciones con mano de obra barata a una escala sin precedentes, a esto denominamos efecto Boomerang. Si bien la translocación de empresas había comenzado ya a principios de los 80´ con la maquila en el norte de México, Singapur, Corea del Sur, Taiwán y Tailandia, la escala era aún marginal. Entonces comenzó una vertiginosa carrera por instalarse en China, India, Brasil y Sudáfrica que les permitió dialécticamente pasar a convertirse de semicolonias en aspirantes imperiales en un lapso de tiempo muy breve en términos históricos. Todo esto no hubiera sido posible sin la enorme liberación de recursos acumulados durante 70 años en los ex Estados Obreros restaurados al capitalismo. Se trató de una ventana histórica única, quizá inesperada para muchos, pero que alcanzó para reconfigurar una nueva época del capitalismo: la de socialismo o extinción.
En una nota cuyo título era La venta del país al imperio brasileño publicada en el sitio web Izquierda.Info del 24 de agosto de 2007 firmada por Carlos Petroni sosteníamos:
En relación a las características singulares de los nuevos imperialismos y que los diferencia de otros anteriores y que muchas veces encubren la cuestión central, remitimos a otra nota de una publicación denominada Revista de Izquierda Internacional nº1 de mayo de 2011 firmada por Gino Peppi, allí sosteníamos:
Los nuevos imperialismos tienen en común con sus antecesores el convencimiento de su clase dominante en su poder y destino; en el caso de Brasil surge de un rápido contacto con su historia, por lo que reproducimos otro pasaje de la nota ya mencionada:
Tan cierto resultó esto, que en 2016 USA atacó sin piedad a la burguesía brasileña y a sus principales grupos económicos, con acusaciones y campañas de todo tipo alrededor del globo, quitándoles negocios desde Singapur a Ecuador, desde Mozambique a Rumania, desde Canadá hasta Angola; tal fue el caso de Camargo Correa, Vale do Rio Doce, Andrade Gutiérrez, Sadia, Embraer, Petrobras y Odebrecht entre otras. En línea con esto estuvo el apoyo explícito al golpe institucional contra Dilma Rousseff entonces presidenta, heredera de Ignacio Da Silva y dirigente del PT, corriente que impulsó a fondo la construcción imperial de la burguesía brasileña comenzada por el anterior presidente Fernando Cardozo.